El hombre del sombrero se rascaba la poblada barba
con una mano, mientras la otra sostenía su maletín. Miró a ambos lados de la calle,
miró por encima de su hombro y, por fin, avanzó y se adentró en el edificio con
paso decidido.
No sé quién era ese
señor, ni qué hacía allí. Pero me gustaba imaginarme que entraba a matar a
alguien por algún asunto turbio. En esa época me gustaba imaginarme cosas. Ya
no, por supuesto. Ahora tengo otras obligaciones, como ver la tele, leer o
escuchar música. Nada complicado, que no requiera mucho esfuerzo mental. Bueno,
hasta hoy. Me he puesto a escribir, y estoy volviendo a pensar por mi mismo. Puede
que pronto sea capaz de volver a imaginar. Poco a poco.
No abras la boca si no
tienes nada que decir, dicen. Con la escritura creo que se aplica lo mismo.
¿Qué tengo yo que decir? No sé, me estoy dejando llevar. Me dejo llevar por el
teclado y por la memoria. Oscuros caminos los de la memoria. Por algún motivo
me han conducido hasta esa tarde de septiembre del 87. Me parece apropiado.
Hablo de los caminos de
la memoria, del pensamiento, oscuros sí, pero a veces también previsibles. En
aquellos días todos ellos llevaban, como no podía ser de otra forma, a Roma.
Daba igual lo que intentara, siempre acababa allí. Era casi un tormento, veía
la ciudad, sus puertas. Nada más. No podía ir más allá, aunque tampoco me
atrevía. Me despertaba y, antes de pensar tres veces, ya había llegado al final
del camino. Mierda, pensaba. Hasta ese día. Las puertas se habían abierto para
mi y me dirigía al cine de mi barrio con la sonrisa más amplia que nadie
pudiera tener.
Aún no os he hablado de
Roma, el destino fatal de mis caminos. Su nombre era Yolanda, y tan solo
necesito recordar su pelo negro, su sonrisa o sus ojos para que el dolor se
clave en lo más hondo de mi ser. Antes no me causaba dolor, claro, de ahí mi
sonrisa bobalicona de aquella tarde de principios de otoño. Estaba en una nube
y, sinceramente, me sorprende recordar al señor de la barba y el maletín. Es de
lo poco que aún veo nítidamente en mi memoria sobre aquellos días. No recuerdo
la película, ni siquiera los actores (¿Robin Williams, quizás?). Tan solo el
hombre del maletín y la sonrisa de Yolanda...
Debió ir bien aquella
tarde, y los días posteriores aún más. Comenzamos a salir, y yo empecé a
presentarla como mi novia (y ella a mi como su novio, claro). Año y medio de
novios, cada día diferente. Conocimos París y en un café junto al Sena
prometimos casarnos, en Venecia recorrimos sus canales siempre de la mano, nos
pusimos melancólicos en Londres y nos enamoramos perdidamente de Buenos Aires.
A la vuelta de Roma nos casamos en Madrid, y tan solo hicieron falta cuatro
meses para que la monotonía del día a día acabara con nosotros. No nos dimos
cuenta hasta que ya era tarde.
Tuvimos un hijo, Fer,
al que aún veo. De vez en cuando viene a visitarme, como si no tuviera más
remedio. Sigo siendo su padre al fin y al cabo. A lo largo de sus visitas he
conseguido que cambiara su gesto de asco hacia mi por uno de lástima. Es
doloroso leer eso en su cara, pero ciertamente es lo que me merezco.
Estoy divagando y
avanzo demasiado. ¿Dónde está ella?, os preguntaréis. Hasta donde yo sé, sigue
en la residencia "Juan Marqués", a las afueras de Madrid. Intenté
visitarla hace un par de años, pero no pude. Llegué hasta la puerta, y no tuve
aplomo para entrar. No me creía capaz de volver a verla. Su enfermedad le había
hecho olvidar, pero mi memoria seguía intacta. No podía. No puedo.
Mi hijo me comentó el
mal que le habían detectado a su madre casi de pasada. En ese momento hacía ya
unos años que no la veía, pero sentí que el suelo se derrumbaba bajo mis pies.
Recaí en la bebida (espera, ¿salí de ella alguna vez?) y me comporté como si
fuera a mi al que hubieran diagnosticado Alzheimer.
¿Os he dicho ya que no
me gustaba su nombre? Yolanda... La verdad es que lo detestaba, pero nunca se
lo dije. A veces sueño que voy a visitarla y lo único que se me ocurre decirle
es que su nombre es horrible. El sueño siempre es el mismo, y acaba con ella
preguntándome que cómo se llama. Terriblemente certero.
Roma fue saqueada por
los bárbaros y su grandeza quedó marchita. En mi caso ocurrió algo parecido.
Fue al final de todo, cuando discutíamos más que respirábamos. Esa noche de
mayo la discusión estaba siendo apoteósica. Tampoco recuerdo por qué era, pero
tras lanzarme un duro comentario, y cegado por la ira, mi mano descendió de
revés sobre su cara. Si aquella tarde de otoño de camino al cine nací por
segunda vez, esa noche morí por vez primera. Me di cuenta de mi error antes de
haberlo cometido, y lo único que se me ocurrió hacer fue irme de casa. Lo peor
fue encontrarme a mi pequeño Fer en el pasillo, con lágrimas en los ojos.
Volví tres días después
para anunciar mi decisión de irme para no volver jamás. Yolanda me suplicó que
no lo hiciera, que empezaríamos de cero, que volveríamos a ser felices. Podría
haberme convencido si no fuera porque añadió que la pegué con razón, que era
culpa suya. Eso me rompió por dentro y, finalmente, me fui. Ella podría
perdonarme, pero yo no. Cada vez que la mirara recordaría mi mano lanzándose
sobre su cara. No lo soportaría.
No sé si ella volvió a
ser feliz, ojalá, pero no lo creo. Yo me abandoné a la bebida y me envolví en
mi propia tristeza. Hace unos días vino a verme mi hijo, me propuso que dejara
el alcohol y que despertara de una vez. Cuando le pregunté que qué podía hacer
se encogió de hombros, y me dijo que escribiera algo. Me dejó un viejo
ordenador portátil y se fue. Dijo que volverá la semana que viene.
Esta mañana, por fin,
me he decidido a intentar escribir. Había pensado en una novela negra con el
hombre del maletín como protagonista, pero no he tardado en darme cuenta que no
se me ocurre nada sobre él, más allá de lo que pensé la lejana tarde que le vi.
Si recupero la imaginación la escribiré. Palabra.
¿Qué puedo escribir? No
sé. Algo ya he empezado, ¿no? Podría dejarme llevar por mi memoria, vagar por
sus caminos y escribirlo todo. Mis memorias. No, ya sé. Mis memorias no,
escribiré las memorias de Yolanda. Si ella no puede recordar yo lo haré por
ella. Seguro que a Fer le gusta la idea. Quizás... quizás me atreva a ir a
visitarla y leérselas en voz alta. Le diré todo lo que era antes de que yo la
marchitara. Puede que así logre salvarme.
Bien, ¿por dónde
empezamos? Por el principio, por supuesto...
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